martes, 28 de junio de 2016

Orgullo de paria

Si  la curiosidad te ha traído hasta aquí, te aviso: soy una de esas personas pesimistas, negativas, amargadas y aguafiestas que te recomiendan evitar. Pero si el morbo te mantiene interesado, tengo algo que contarte.
¿Te acuerdas cuando tus padres te decían que si eras bueno, todo te iría bien?
Mi madre me decía que me pasaban cosas malas porque yo era mala. Era culpa mía que me regañase. Que me gritase. Que me insultase. Que me pegase. Cuando sus castigos no funcionaban, amenazaba con desenmascararme ante mis profesores, quienes me consideraban una estudiante responsable y respetuosa.
¿Te acuerdas cuando en la escuela te decían que las peleas con tus compañeros eran cosas de niños, pero que tenías que denunciarlo, y que debías defenderte aunque sin provocar y estando dispuesto a perdonar? Cuando a uno de mis compañeros no le caía bien y me ponía un mote, o los matones abusaban de mí, me resigné a ello, porque mi familia no iba a protegerme. Con el tiempo, hasta los maestros y el resto de alumnos acabaron creyendo que me lo merecía. Por callarme. Por reaccionar. Por ser yo. Por existir.
¿Te acuerdas cuando te contaron que al hacerte mayor, todo mejoraría, que dejarías atrás a los abusones del colegio e instituto, los cuales fracasarían mientras tú triunfabas?
En la universidad, en el trabajo y en mis relaciones, yo aprendí a fingir. Sonreía siempre, nunca disentía, escuchaba antes de hablar, era servicial y complaciente, atendía los problemas de los demás pero jamás pedía ayuda ni exigía consuelo. Nadie podía averiguar que había sido una víctima de un hogar disfuncional y de bullying escolar. No sólo se trataba de ocultar que yo era vulnerable. Temía que todos creyeran que algo debía de haber hecho para que nadie me quisiese.
¿Te acuerdas cuando te decían que una persona era "rara", o daba "malas vibraciones" y que debías alejarte de ella? Porque el problema de fingir es que la gente se acaba percatando. No es tan evidente como para que me confronten. Pero notan que escondo algo. Y como no saben qué, desconfían. Y como se sienten incómodos, lo propagan entre todos como el sempiterno rumor: Algo no encaja. Algo falla conmigo. Los más suspicaces me interrogaban ¿Dónde están esos padres orgullosos de ti, esos amigos de toda la vida? Cuando podía, disimulaba, cuando me veía acorralada, mentía. Eventualmente, perfeccioné interacciones superficiales en las que yo era totalmente prescindible y si desaparecía para no exponerme, nadie me añoraba, hasta el punto de aislarme.
¿Te acuerdas cuando en esos manuales de psicología positiva y autoayuda, o en esos seminarios de coaching y emprendimiento, te advierten sobre las personas tóxicas? ¿Gente que drena tu energía, que no te aporta ni enriquece, porque parece que todo les sale fatal y que el mundo es una mierda, y acaban arrastrándote a su depresión? Yo soy una de ellas.
Me he hartado de mi nula autoestima, de mi soledad, de reprimir mi dolor hasta somatizarlo, y he empezado a hablar. A borbotones. No pretendo ser una justiciera, pero no puedo evitar señalar acusadoramente cada discriminación, cada abuso, que sufro y que otros como yo sufren. Soy "la izquierdosa comunistoide", "la atea descreída", la "hembrista enemiga de los hombres", la "ignorante y pedante vegana", la "desempleada maruja". O simplemente, la pesimista, la negativa, la amargada, la aguafiestas.
Porque lo peor de haber crecido así, es que te acostumbras a ello. Y como una maldición, lastro un vacío emocional y social que debí llenar en etapas pasadas. Ahora que soy adulta, el quejarme, el protestar, es una pataleta infantil o un chocheo senil. Y mis  heridas cicatrizaron pero siguen doliendo como miembros fantasma. Ya no aspiro a ser normal, ni tan siquiera a ser feliz. Sólo aspiro a ser yo, a aceptarme. Tal vez sea una paria, pero hasta a eso sobrevivo. Y estoy orgullosa de ello.

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