Si la curiosidad te ha traído hasta aquí, te aviso: soy una de esas
personas pesimistas, negativas, amargadas y aguafiestas que te
recomiendan evitar. Pero si el morbo te mantiene interesado, tengo algo
que contarte.
¿Te acuerdas cuando tus padres te decían que si eras bueno, todo te iría bien?
Mi
madre me decía que me pasaban cosas malas porque yo era mala. Era culpa
mía que me regañase. Que me gritase. Que me insultase. Que me pegase.
Cuando sus castigos no funcionaban, amenazaba con desenmascararme ante
mis profesores, quienes me consideraban una estudiante responsable y
respetuosa.
¿Te acuerdas cuando en la escuela te decían que las
peleas con tus compañeros eran cosas de
niños, pero que tenías que denunciarlo, y que
debías defenderte aunque sin provocar y estando dispuesto a perdonar?
Cuando a uno de mis compañeros no le caía bien y me ponía un mote, o los
matones abusaban de mí, me resigné a ello, porque mi familia no iba a
protegerme. Con el tiempo, hasta los maestros y el resto de alumnos
acabaron creyendo que me lo merecía. Por callarme. Por reaccionar. Por
ser yo. Por existir.
¿Te acuerdas cuando te contaron que al
hacerte mayor, todo mejoraría, que dejarías atrás a los abusones del
colegio e instituto, los cuales fracasarían mientras tú triunfabas?
En
la universidad, en el trabajo y en mis relaciones, yo aprendí a fingir.
Sonreía siempre, nunca disentía, escuchaba antes de hablar, era
servicial y complaciente, atendía los problemas de los demás pero jamás
pedía ayuda ni exigía consuelo. Nadie podía averiguar que había sido una
víctima de un hogar disfuncional y de bullying escolar. No sólo se
trataba de ocultar que yo era vulnerable. Temía que todos creyeran que
algo debía de haber hecho para que nadie me quisiese.
¿Te acuerdas
cuando te decían que una persona era "rara", o daba "malas vibraciones"
y que debías alejarte de ella? Porque el problema de fingir es que la
gente se acaba percatando. No es tan evidente como para que me
confronten. Pero notan que escondo algo. Y como no saben qué,
desconfían. Y como se sienten incómodos, lo propagan entre todos como el
sempiterno rumor: Algo no encaja. Algo falla conmigo. Los más
suspicaces me interrogaban ¿Dónde están esos padres orgullosos de ti,
esos amigos de toda la vida? Cuando podía, disimulaba, cuando me veía
acorralada, mentía. Eventualmente, perfeccioné interacciones
superficiales en las que yo era totalmente prescindible y si desaparecía
para no exponerme, nadie me añoraba, hasta el punto de aislarme.
¿Te
acuerdas cuando en esos manuales de psicología positiva y autoayuda, o
en esos seminarios de coaching y emprendimiento, te advierten sobre las
personas tóxicas? ¿Gente que drena tu energía, que no te aporta ni
enriquece, porque parece que todo les sale fatal y que el mundo es una
mierda, y acaban arrastrándote a su depresión? Yo soy una de ellas.
Me
he hartado de mi nula autoestima, de mi soledad, de reprimir mi dolor
hasta somatizarlo, y he empezado a hablar. A borbotones. No pretendo ser
una justiciera, pero no puedo evitar señalar acusadoramente cada
discriminación, cada abuso, que sufro y que otros como yo sufren. Soy
"la izquierdosa comunistoide", "la atea descreída", la "hembrista
enemiga de los hombres", la "ignorante y pedante vegana", la
"desempleada maruja". O simplemente, la pesimista, la negativa, la
amargada, la aguafiestas.
Porque lo peor de haber crecido así, es
que te acostumbras a ello. Y como una maldición, lastro un vacío
emocional y social que debí llenar en etapas pasadas. Ahora que soy
adulta, el quejarme, el protestar, es una pataleta infantil o un chocheo
senil. Y mis heridas cicatrizaron pero siguen doliendo como miembros
fantasma. Ya no aspiro a ser normal, ni tan siquiera a ser feliz. Sólo
aspiro a ser yo, a aceptarme. Tal vez sea una paria, pero hasta a eso
sobrevivo. Y estoy orgullosa de ello.
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