Yo era un desalmado, ¿saben? Lo que se dice una mala persona. Los hay egoístas, impulsivos, cobardes, trastornados. Lo mío era pura perfidia.
Y todo por matar a un perro. Lo que yo había hecho carecía de sentido, y por consiguiente, de disculpa alguna. ¿Quién se atrevía a dañar al mejor amigo del hombre? Un simpático cánido, que nos entretenía con sus travesuras y nos enternecía con su lealtad. La gente adoraba a esos animales. Y lo cierto es que yo también. Entonces, ¿por qué? Ah, calamidad. Como todas las historias, ésta tiene un comienzo.
Siempre me consideré un hombre recto y cabal. Mi talante era gentil a la par que emprendedor, por lo que desde mi infancia fui muy querido y respetado. Estudié, trabajé y formé una familia ejemplar. Nuestro Señor me acompañaba en la senda de la vida.
Sin embargo, una mañana fatal, paseaba yo despreocupadamente por la vía cuando escuché a mi espalda un jadeo itinerante. Me volteé contrariado, y allí estaba un perro de pelo hisurto, ojos blanquecinos y hedor parasitario. Aquella escena me trastocó por completo. De toda la fauna que habitaba en la transitada ciudad, hubiese preferido que mi encuentro se concertase con una paloma, una rata o una cucaracha. Pero el viejo saco de huesos que me escudriañaba con asombrosa impertinencia me sobrecogió. Su mirada vacía, su pestilencia reptante. ¿Acaso Cancerbero había extraviado sus otras cabezas? Porque aquel perro parecía venido del más profundo Averno.
Como aquel que contempla el horror y requiere aferrarse a la cordura, decidí continuar con mi travesía ignorando el aciago presentimiento que me asolaba. Y entonces me percaté con espanto de que el terrible can me perseguía. ¿Deliraba mi alma atormentada? Lo deseé con todo mi corazón, cuyo pálpito se asemejaba al estertor desesperado de la muerte. Me detuve y mi ansia recorrió furtivamente las calles en busca del amo que poseía a dicha bestia.
Pero me hallé solo. De forma repentina y demencial, la urbe me mostraba un panorama de abandono comparable a la desolación que zarandeó mi espíritu. ¿Qué estaba sucediendo? Mis pasos me empujaron a una frenética carrera cuando súbitamente intuí que el perro no me iba a la zaga. ¿Se habría desvanecido la dantesca visión que me acometía? Contuve el aliento al comprender que el maldito animal estaba ante mí y se arrastraba, soberbio y parsimonioso, como el mentor que guía a su discípulo.
Me aventuré a seguirlo, hipnotizado por su cadencia tortuosa y el desconcierto que aboca a la locura. Ah, iluso y desdichado de mí, que preferí su incierta compañía al limbo que era la ciudad por obra de algún demonio. Los edificios se sucedían fantasmales y los pájaros habían cesado su trino. Las sombras se cernieron sobre mí cuando nos adrentramos en un estrecho callejón, franqueado por ventanas cerradas y nubes plomizas. La luz se descompuso en apagados colores al proyectarse sobre un charco de agua sucia. Y aquel haz bastó para relampaguear en mi aturdida mente, que despertó a una verdad no menos lóbrega.
El perro se abalanzó sobre mí con inusitada fiereza, y me derrumbó en un forcejeo brutal que me dejó varios mordiscos. Logré someterlo con tantos golpes como pude propinarle, primero vacilantes, a lo último, mecánicos. Mis manos se quebraron con su cráneo, el dolor me desgarraba, pero no me detuve hasta que sus ojos se tornaron oscura sangre que enturbió también los míos. Un éxtasis dionisíaco se apoderó de mí porque ni tan siquiera me perturbaron los gritos de los testigos que presenciaron mi crimen, tan sólo anhelaba acallar el llanto de la bestia. Una bestia que finalmente se reveló como un lobo ciego, sordo y moribundo.
Qué tamaña aberración había cometido. Antes de que todos me dieran la espalda, pude ver en sus rostros el rubor de la vergüenza ajena y el reproche.
Mi esposa me abandonó, mis hijos me olvidaron. Descuidé mi empleo y me retiré a los bosques que circundaban las afueras de la ciudad, donde mi lumbre eran las estrellas y mi compañía, las cicatrices. Opté por ser temido a ser recluido en un manicomio.
Porque ¿hubieran creído mi maldición, el lobezno aullido a la luna que desde entonces, cada noche, brota de mi garganta dentada?
Y todo por matar a un perro. Lo que yo había hecho carecía de sentido, y por consiguiente, de disculpa alguna. ¿Quién se atrevía a dañar al mejor amigo del hombre? Un simpático cánido, que nos entretenía con sus travesuras y nos enternecía con su lealtad. La gente adoraba a esos animales. Y lo cierto es que yo también. Entonces, ¿por qué? Ah, calamidad. Como todas las historias, ésta tiene un comienzo.
Siempre me consideré un hombre recto y cabal. Mi talante era gentil a la par que emprendedor, por lo que desde mi infancia fui muy querido y respetado. Estudié, trabajé y formé una familia ejemplar. Nuestro Señor me acompañaba en la senda de la vida.
Sin embargo, una mañana fatal, paseaba yo despreocupadamente por la vía cuando escuché a mi espalda un jadeo itinerante. Me volteé contrariado, y allí estaba un perro de pelo hisurto, ojos blanquecinos y hedor parasitario. Aquella escena me trastocó por completo. De toda la fauna que habitaba en la transitada ciudad, hubiese preferido que mi encuentro se concertase con una paloma, una rata o una cucaracha. Pero el viejo saco de huesos que me escudriañaba con asombrosa impertinencia me sobrecogió. Su mirada vacía, su pestilencia reptante. ¿Acaso Cancerbero había extraviado sus otras cabezas? Porque aquel perro parecía venido del más profundo Averno.
Como aquel que contempla el horror y requiere aferrarse a la cordura, decidí continuar con mi travesía ignorando el aciago presentimiento que me asolaba. Y entonces me percaté con espanto de que el terrible can me perseguía. ¿Deliraba mi alma atormentada? Lo deseé con todo mi corazón, cuyo pálpito se asemejaba al estertor desesperado de la muerte. Me detuve y mi ansia recorrió furtivamente las calles en busca del amo que poseía a dicha bestia.
Pero me hallé solo. De forma repentina y demencial, la urbe me mostraba un panorama de abandono comparable a la desolación que zarandeó mi espíritu. ¿Qué estaba sucediendo? Mis pasos me empujaron a una frenética carrera cuando súbitamente intuí que el perro no me iba a la zaga. ¿Se habría desvanecido la dantesca visión que me acometía? Contuve el aliento al comprender que el maldito animal estaba ante mí y se arrastraba, soberbio y parsimonioso, como el mentor que guía a su discípulo.
Me aventuré a seguirlo, hipnotizado por su cadencia tortuosa y el desconcierto que aboca a la locura. Ah, iluso y desdichado de mí, que preferí su incierta compañía al limbo que era la ciudad por obra de algún demonio. Los edificios se sucedían fantasmales y los pájaros habían cesado su trino. Las sombras se cernieron sobre mí cuando nos adrentramos en un estrecho callejón, franqueado por ventanas cerradas y nubes plomizas. La luz se descompuso en apagados colores al proyectarse sobre un charco de agua sucia. Y aquel haz bastó para relampaguear en mi aturdida mente, que despertó a una verdad no menos lóbrega.
El perro se abalanzó sobre mí con inusitada fiereza, y me derrumbó en un forcejeo brutal que me dejó varios mordiscos. Logré someterlo con tantos golpes como pude propinarle, primero vacilantes, a lo último, mecánicos. Mis manos se quebraron con su cráneo, el dolor me desgarraba, pero no me detuve hasta que sus ojos se tornaron oscura sangre que enturbió también los míos. Un éxtasis dionisíaco se apoderó de mí porque ni tan siquiera me perturbaron los gritos de los testigos que presenciaron mi crimen, tan sólo anhelaba acallar el llanto de la bestia. Una bestia que finalmente se reveló como un lobo ciego, sordo y moribundo.
Qué tamaña aberración había cometido. Antes de que todos me dieran la espalda, pude ver en sus rostros el rubor de la vergüenza ajena y el reproche.
Mi esposa me abandonó, mis hijos me olvidaron. Descuidé mi empleo y me retiré a los bosques que circundaban las afueras de la ciudad, donde mi lumbre eran las estrellas y mi compañía, las cicatrices. Opté por ser temido a ser recluido en un manicomio.
Porque ¿hubieran creído mi maldición, el lobezno aullido a la luna que desde entonces, cada noche, brota de mi garganta dentada?
Siempre que trabajas con dientes sacas algo bueno. Debería ser tu marca de fabrica.
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