Ni hombres, ni mujeres.
Ni niños, ni ancianos.
Ni animales, ni vegetales.
Ni dolor, ni muertos.
Ni siquiera la vida.
Ninguna de esas cosas la excitaba.
Lo suyo, más que inhumano, era casi inorgánico.
Muchas mujeres se masturban durante su aseo.
La intimidad, la higiene y la relajación son alicientes muy apetecibles.
Quizás como rito místico de purificación.
Puede que como regreso al vientre materno.
Tal vez porque cuerpo y alma se componían de ella.
Pero Nerea deseaba al agua.
Tanto que el febril anhelo nunca la prendió por dentro.
Sólo era un torrente, una marea, ni hielo ni fuego.
Líquido.
Y siempre en soledad, Nerea se entregaba a su amante.
La bañera contenía el caudal parsimonioso. Nerea cerraba los ojos y se sumergía en lo profundo, queriendo fundir sus entrañas poseídas.
El agua era océano, lluvia. Una lengua que la lamía ávidamente, saciando su sed.
Su interior se calaba mientras el placer la recorría a oleadas, hasta que le faltaba el aire, y tenía que abrir la boca, pero sólo podía jadear, gemir, gritar. Ardía el agua, el oxígeno se condensaba.
Entonces la tormenta amainaba y el vapor se desvanecía. Nerea se humedecía los labios, dejando que cada gota la colmara como a una sirena. Pero ella no cantaba, y el silencio era su secreto.
Ni niños, ni ancianos.
Ni animales, ni vegetales.
Ni dolor, ni muertos.
Ni siquiera la vida.
Ninguna de esas cosas la excitaba.
Lo suyo, más que inhumano, era casi inorgánico.
Muchas mujeres se masturban durante su aseo.
La intimidad, la higiene y la relajación son alicientes muy apetecibles.
Quizás como rito místico de purificación.
Puede que como regreso al vientre materno.
Tal vez porque cuerpo y alma se componían de ella.
Pero Nerea deseaba al agua.
Tanto que el febril anhelo nunca la prendió por dentro.
Sólo era un torrente, una marea, ni hielo ni fuego.
Líquido.
Y siempre en soledad, Nerea se entregaba a su amante.
La bañera contenía el caudal parsimonioso. Nerea cerraba los ojos y se sumergía en lo profundo, queriendo fundir sus entrañas poseídas.
El agua era océano, lluvia. Una lengua que la lamía ávidamente, saciando su sed.
Su interior se calaba mientras el placer la recorría a oleadas, hasta que le faltaba el aire, y tenía que abrir la boca, pero sólo podía jadear, gemir, gritar. Ardía el agua, el oxígeno se condensaba.
Entonces la tormenta amainaba y el vapor se desvanecía. Nerea se humedecía los labios, dejando que cada gota la colmara como a una sirena. Pero ella no cantaba, y el silencio era su secreto.
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